Está sola, casi diría abandonada a su suerte en una casa enorme, que de a ratos la ahoga con el peso de los años y la humedad. Nadie repara en ella, camina por los pasillos, atraviesa los grandes salones vacíos, recorre los jardines plagados de hojas secas, se acurruca en los rincones sombríos, todo como si fuera un fantasma… un fantasma silencioso, pues ya no habla.
Se dirige hacia su habitación y una vez encerrada en ella, se hunde en su negra soledad mientras sostiene en brazos a su muñeca… de repente el mundo gira en torno a ellas maldecido por el abandono.
No tiene temor, se siente dueña del tiempo, pues nada sucede en sus días de hastío y nada habrá de suceder, está segura.
Acaricia el largo pelo de la muñeca. Acuna su mudo llanto.
En su inocencia, por dentro pide a gritos un poco de cariño…
Amanda fue la hija no deseada de un trágico matrimonio. Luego de dar a luz a la niña la madre muere en el parto y el padre declarándose incompetente para criarla solo la entrega al cuidado de los abuelos maternos, pero a los pocos años de este hecho los ancianos también mueren y la niña debe volver a la casa paterna.
El hombre incapaz de soportar la pérdida de su esposa se abandonó a la bebida, razón por la cual golpeaba asiduamente a la niña, descargando así todas sus penas y frustraciones.
Los constantes gritos de dolor y sufrimiento de Amanda implorando compasión invadían reiteradamente la casa. El perdón nunca llegaba y los ruegos, los llantos y lamentos se hicieron eco en las paredes carcomidas por el abandono, penetran hasta los cimientos, transformando la fachada y el interior de la vivienda en un lugar espantoso.
Una larga y oscura noche de invierno Amanda fallece tendida en su cama.
Aquella noche su padre se ensañó de tal manera con la niña, que sus manitos manchadas con su propia sangre apenas pudieron tapar su boca para dejar de llorar y suplicar. Las sábanas se tiñeron de sangre inocente, mostrando la brutalidad e indiferencia de alguien que nunca supo amarla… el portador de un corazón convertido en hielo, dónde pareciera que el calor humano nunca tuvo cabida.
Años más tarde el padre de Amanda apareció muerto en esa misma habitación, presentaba el rostro contorsionado de extremo terror y una puñalada certera en el pecho. Jamás se supo quién fue el culpable o qué sucedió en aquel maltrecho cuarto. Los gritos de la muerte nunca fueron oídos. El silencio caníbal protegido por las paredes consumió cada resto de sonido que podía haber quedado. A partir entonces la casa permanece callada. Muchos han declarado haber visto desde la vereda una pequeña sombra cruzando por delante de la ventana alta, donde la niña tenía su cuarto. Pero nunca han estado absolutamente seguros de ello, ni han podido comprobar sus afirmaciones. Mientras tanto Amanda sentada tranquilamente en su habitación sostiene en brazos a su muñeca, acaricia su largo pelo y acuna su mudo llanto…
Silvia.